jueves, diciembre 15, 2011

De cómo un churro revela la vida cotidiana


Ahora que ha comenzado a estar la temperatura entre templada y fría, en Monterrey han comenzado a aparecer varios puestos de churros uniéndose a los ya existentes todo el año.

Hoy iba caminando sobre Gonzalitos, una de las principales avenidas de la ciudad, cuando "se me atravesó" un puesto. Podía percibir desde antes de llegar un delicioso aroma causó que, sin dudarlo, me detuviera a considerar comprar uno.

El puesto estaba atendido por una pareja, al parecer casados entre ellos, de entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Asegurándome de la calidad del puesto, decidí comprar uno.

- ¿Cuánto cuesta?
- Diez pesos - Me contestó ella.
- Deme uno.
- ¿De qué lo quiere? - pues eran rellenos.
- De leche condensada.

Aunque no hacía frío, se antojaba mucho un churro calientito. Eso me llevó a decirles:

- ¿Verdad que se antoja en esta época?
- Pues la verdad - me contestó sonriendo la mujer mientras volteaba a ver al señor - a nosotros ya no se nos antojan nada.

La respuesta, aunque lógica, me dejó sin palabras. No es una frase de mercadotecnia muy eficiente, aunque sea la verdad.

Todos los días preparan churros. No sé si consuman alguno, pero claramente, si lo hacen, ya no les da ningún placer.

Mientras me alejaba disfrutando mi churro, no dejé de darle vueltas a la respuesta de la mujer. "Yo no me hartaría nunca", pensé. Aunque en realidad me parecía en el fondo que, si no lo alternaba con otros alimentos, también quedaría hastiado.

Así sucede con la vida cotidiana: está llena de sabor, pero si no se lo descubrimos, nos resultará insípida y terminará por no antojársenos.

Ayuda hacer algo distinto cada día, que rompa la rutina para revalorizar lo que día a día hacemos siempre.

Imagen: "Amanecer" - Claude Monet (1840 - 1926)

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